La cita
Como cada tarde, el hombre gris llegó y se sentó en el mismo banco. Desde allí miró el reloj de la estación de trenes. Era un reloj grande, marrón, de agujas negras y tristes, rectas; el paso del tiempo le había desdibujado los números, por lo que era difícil imaginar cómo habían sido. Desde donde estaba sentado no escuchaba el “tic-tac”, solo veía el segundero que avanzaba siempre al mismo ritmo, marcando el paso de cada segundo, sin parar jamás; de un modo tedioso y desesperante. “Tic-tac, tic-tac” A medida que los minutos desfilaban, el andén iba cambiando su fisonomía. Había llegado casi sobre la hora indicada; aun así, ese último minuto parecía eterno y terriblemente dinámico. Siempre ocurría del mismo modo. Como en un eterno déjà vu , en ese horario la emoción envolvía su piel; sus ojos recorrían el andén mientras espiaban el movimiento de la fina aguja que dejaba atrás esos últimos segundos y el “tic-tac” lejano le resonaba en la mente, al ritmo acelerado de s